El teléfono del despacho del señor Francisco Olmos sonó sobre la gran mesa repleta de papeles que ocupaba el centro de la pequeña estancia. El hombre sentado en la butaca de oficina dejó los papeles que estaba leyendo y descolgó el auricular. Una voz femenina, de una mujer joven habló nada más descolgar el aparato.
-Señor Olmos, tiene una llamada.
-Clara, te he dicho que no me pasaras llamadas- contestó el señor Olmos desde su despacho –Estoy muy liado archivando...
los documentos pendientes.- Francisco Olmos era muy meticuloso con sus papeles y siempre se encargaba personalmente de organizarlos.
-Me parece que esto es importante, creo que debería contestar.
-Adelante pues. Pásame la llamada.
El aparato telefónico emitió una serie de pitidos mientras Clara, la secretaria del señor Olmos, traqueteaba con el terminal situado tras la puerta cerrada del despacho. Francisco Olmos escuchó los pitidos del aparato pensando que tal vez ya era hora de cambiar esos viejos teléfonos interconectados. Pero la verdad es que el negocio no iba demasiado bien y los gastos innecesarios eran… eso, innecesarios. Los grandes bufetes de abogados estaban mucho más capacitados que él y su secretaria para captar nuevos clientes, y en la abogacía, sin grandes cuentas, era difícil mantenerse. Pero lo que en ese momento no sabía el señor Olmos, era que su suerte estaba a punto de cambiar.
-¡Francisco! ¿Eres tú?- Rogó una voz al otro lado de la línea una vez los pitidos se detuvieron –Necesito ayuda enseguida, no sé a quién recurrir.
-Cálmese, por favor, dígame quién es y qué problema tiene. –El abogado tenía bastante papeleo que archivar durante ese día, pero tenía un olfato especial, tal vez como todos los abogados, para detectar problemas. Y los problemas de los demás suelen ir unidos a una buena suma de dinero para los abogados. Y para el dinero también tenía buen olfato.
-Perdón, perdón,- replicó la voz del desconocido –estoy bastante nervioso. No sabía a quién recurrir. Soy Guillermo, Guillermo Tortajada.